Julio es un mes qué no puedo considerar intrascendente.
No puedo decir que siempre lo haya sido, aunque las fiestas patronales de mi natal Santa Ana sean en este mes.
Pero sin duda se volvió un mes qué empezó a figurar para mí cuándo fue en este que me mudé a Europa.
A Francia llegué un 4 de julio.

En Julio empecé a viajar en mi trabajo en el café. Y fue en este mes que conocí e inicié mi inmersión al continente africano.
Burundi me hacía pensar que El Salvador (el de ese tiempo) hasta parecía casi un país desarrollado.
Conocer África para un latino es algo extraordinario, y dicha palabra lo resume y abarca a cabalidad.
De niño fui a San Salvador a un juego de intramuros a un colegio, y con un amigo nos saltamos la barda de este para salir a conocer la ciudad.
Un par de décadas después al llegar por primera vez a África y haciendo uso de la misma imprudencia, me crucé la frontera para ir a la RD del Congo. Brillante idea me dijeron los organizadores de la competencia de café de la que era juez, con la misma cara que mi profesor puso tiempo atrás en el incidente capitalino.

Fue en un mes de Julio también que conocí el continente asiático y con este, perdí esperanza en el futuro de nuestro planeta. El tema de la basura en Latinoamérica es terrible, en Asia es similar o peor, con el fehaciente de ser exponencial a su población.

La primavera es el vuelve a la vida del mundo cuándo uno vive en este lado del planeta. Pero es el calor de Julio qué le devuelve la vida a un latino. Y es por eso que me gusta tanto este mes, con sus noches tan largas y casi tan místicas cómo las de luna llena que vivía de niño en El Salvador.
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