Traer hijos a este mundo es algo maravilloso, no existen las palabras necesarias ni con todos los alfabetos del hombre (para mí en todo caso, y bajo mi humilde suficiencia intelectual de pensar cómo si todos los conozco) para describir el sentimiento de un momento como aquel del nacimiento de una hija o de un hijo.
Es la mayor dicha qué la vida, en mi caso, ha podido darme, la de ser padre. Es de alguna forma muy linda también, la confirmación de un viaje qué ahora sí sabemos será de por vida entre dos personas.
Los hijos nos recuerdan los valores más grandes e importantes presentes en la naturaleza humana, aquellos que han sido intrínsecos y que irracionalmente de forma racional tratamos de olvidar. Lo hacen sin querer hacerlo, y debe ser ello lo más hermoso de este aprendizaje. Nos conectan con nosotros mismos y también con lo mejor qué en uno habita, son capaces de explotar hasta la última de nuestras sonrisas, aunque esta se esconda o viva en el exilio de nuestro corazón.
Dos oruguitas, paran el viento mientras se abrazan con sentimiento… y vaya que lo han parado en nuestro hogar. Hogar que se prepara para recibir el próximo enero al más internacional de los ahora cuatro, el miembro de la familia que tendrá tres nacionalidades.

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